Cubanistica y otras razones: Cuarenta y tantos motivos de una crisis

martes, 20 de marzo de 2007

Cuarenta y tantos motivos de una crisis

Por estos dias ando cumpliendo años. Y hace un par de años, por estas fechas, se asomó la crisis y escribí esto. Ahora lo puedo leer con tranquilidad.

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La gente habla mucha mierda y uno la cree a pie juntillas, iba pensando Pedro mientras sorteaba el tráfico de la tarde. Y es que siempre hay un comentario que proviene de fuentes fidedignas, fuentes que en Cuba se podían encontrar en las paradas de guaguas y que aquí se encuentran en Internet o en el vecino que está suscrito a “Muy Interesante”. Y estos comentarios versan por lo general sobre dietas redentoras, nuevas creencias edificantes, chacras reguladores, OVNIS, azarosas vidas de estrellas de TV o cuanto tiempo le queda a Fidel. Siempre son temas verificables sólo con fuentes similares y se comenta acerca de ellos con un aire de sapiencia.

Las crisis, por ejemplo, son un sujeto recurrente en los comentarios autorizados, piensa Pedro mientras se detiene en un semáforo. Crisis de hiperactividad en niños, crisis de adolescencia, crisis amorosas, crisis de personalidad controvertida, crisis doméstica, crisis energética o crisis en general. Yo, en lo personal, no le hago mucho caso a esos comentarios, no porque tenga una mejor explicación, sino porque no me llegan a interesar lo suficiente, piensa el hombre y se rasca la cabeza. De hecho, nunca creí en ninguna crisis ni evento parecido; para mi un niño hiperactivo sigue siendo un malcriado, la gente siempre va a pegar tarros y Fidel se va a morir algún día y se acabó, piensa mientras se baja del carro y manosea las llaves de la casa. Abre la reja que protege la entrada, abre la puerta, entra en la casa, cierra tras de sí, inhala profundamente sintiendo el olor personalísimo que impregna el lugar, disfrutando el frescor del interior y entonces se pregunta que coño le está pasando a sus cuarenta y un años de edad.

Pedro dejó caer las llaves sobre la mesa, miró brevemente las fotos de la lejana familia que adornan la pared de la escalera y, de pronto, sin proponérselo, se encontró examinando una vez más el balance que había estado alistando en los últimos tiempos.

Fue un adolescente despreocupado e inmaduro, no muy precoz, pero que supo recuperar oportunidades cuando las tuvo. Fue un estudiante promedio que logró terminar la Universidad y que sintió entonces que el mundo era pequeño, dócil, y que estaba a sus pies, que todo era rosa, a veces medio rojizo, pero no había ni un gris. Fue mimado por familia, superiores y compañeros, que le auguraban un futuro brillante. Sigue así y ya verás, le decían, y así llegó a su primer hijo y su primer divorcio. Entre promesas e ilusiones siguió creciendo en el trabajo, es que es muy bueno, decían todos, excepcional, decían algunos y fueron breves los veinte y ya entonces cumplió treinta años. Por esa época se convirtió en una presa más o menos deseada por mujeres de cuarenta años y más, manteniendo sin embargo una buena cuota de relaciones con muchachas veinteañeras, todo un tipo exitoso. Y así, entre vítores y ardentías, pasó su segundo hijo y su segundo matrimonio y, sólo entonces, a sus treinta y tres años, se le ocurrió levantar la vista y observar y observarse. Y lo que vio no le gustó.

Ya estaba en el futuro augurado, y más allá, y no había sucedido la magia. Pedro intuía que, si hubo una cumbre, esta ya había pasado, y que, de ahora en lo adelante, todo era en bajada. Y lo peor es que no había ni siquiera un camino, una senda: todo por delante se mostraba como un terreno abrupto y accidentado. Había que irse, se dijo, y así lo hizo.

En su nuevo país se lanzó a trabajar frenéticamente, a fabricar otra cumbre, a la vez que disfrutaba de la vida más cómoda, de una nueva y extraña libertad, y así llegó a los cuarenta con un currículo de un hombre de treinta y Pedro, ya desnudo, cerró la puerta del baño y repitió el experimento que ritualmente practicaba todos los días: se irguió y, inclinando muy ligeramente la cabeza, miró hacia abajo a lo largo de su cuerpo, para sólo encontrarse con la barriga: ya no podía ver sus pies y mucho menos la pinga. Alzó la mirada y el tipo que lo miró desde el espejo tenía unas entradas pertinaces, cuyo avance apenas contenía con una loción moderadamente eficaz. Y todavía recuerda el día reciente en que, en una tienda por departamentos, se vio de cuerpo entero en uno de esos espejos de varios ángulos y atisbó la incipiente tonsura que empezaba a crecer en el cogote y entonces compró un segundo frasco de la loción capilar. Pero no sólo eso mostraba el espejo: también mostraba una figura que ya no era juvenil y esbelta, dejaba ver la papada, que ahora acariciaba con sus dedos, las bolsas bajo los ojos que parecían crecer y oscurecer por día y, para rematar, algunas canas en las sienes.

Pedro suspiró lentamente, dejando escapar el aire entre los dientes; se metió en la ducha y, cuando la tibia agua comenzó a correr por su cuerpo, tuvo súbitamente la revelación de lo obvio, de lo que siempre había estado a su lado y que no había visto por estar siempre mirando adelante. El fogonazo de lucidez lo hizo recostarse a la pared del baño, mientras pasaba su mano por el pelo húmedo: a final de cuentas ni la vida es rosa, ni el futuro pronosticable y, oficialmente, había comenzado a envejecer.

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