Oficialmente soviéticos, extraoficialmente rusos, popularmente “bolos”.
Crecimos viendo soviéticos, escuchando acerca de ellos y, en ocasiones, oliéndolos en nuestra cercanía. Inconfundibles personajes, vestidos con ropas ligeras de colores pastel, los hombres casi siempre en sandalias, las mujeres con vestidos estampados, siempre cargando bolsas con mercancías, todos envueltos en un característico hedor, mezcla de sudor agrio y un extraño humo dulzón, producto de unos aun más extraños cigarrillos, de filtro larguísimo y muy poco tabaco. Y pésimo sabor, como comprobé en algún momento, cuando aun tenía el placer de fumar (suspiro).
Mi primer recuerdo de los rusos viene de una deliciosa playa al este de la Habana, llamada el Rincón de Guanabo, situada a unos kilómetros después del pueblo de Guanabo. Una playita, apenas notable para los que viajan por la Vía Blanca, y donde mi familia tuvo una casa. Alli pasaba yo casi dos meses de vacaciones todos los años.
Los días entre semana la playa estaba desierta (¡una playa solamente para mí!), pero los fines de semana mi playa se llenaba con personas que venían huyendo de las tumultuosas playas del Este de La Habana. Llegaban principalmente familias, parejas apasionadas y bulliciosos grupos de pescadores. Y, por supuesto, rusos. Estos traían toda la parafernalia playera: caretas de buceo, “patas de ranas”, snorkels, cámaras fotográficas, sombrillas, coloridas e inmensas toallas. Alli pasaban el día, envueltos en su charla sibilante y entrecortada y en su sempiterno olor.
Los recuerdo embadurnándose constantemente con lociones de olores frutales, tratando ingenuamente de proteger sus traslúcidas y frágiles pieles del inclemente sol cubano, y comiendo raros caramelos de consistencia pastosa y rico sabor, que a veces me eran ofrecidos y que, por supuesto, eran rápidamente aceptados.
Después, años más tarde, se los podía encontrar en todas partes. Cuba, en general, y La Habana en lo particular, estaba inundada de rusos. En cualquier centro de trabajo estaban los sempiternos asesores rusos, ya fuera en energía, extracción de petróleo, minería, economía (¡horror!), construcción y, por supuesto, en el ejercito. Eran tantos que, zonas de la ciudad, algunos edificos y tiendas fueron bautizadas como "de los rusos". Pasaron a formar parte de la cultura popular cubana, junto con sus carros, lavadoras, televisores, sus peliculas y, por supuesto, los muñequitos. Traían la vodka y se llevaban el ron, e intercambiaron la receta de su agridulce borsch por la de los platanos fritos.
Casi 30 años estuvieron en Cuba hasta que, a principios de los 90, después de haber asesorado en el desastre cubano y habiendo regalado al gobierno comunista cubano miles de millones de dólares, que fueron diligentemente dilapidados, todos se fueron, desempleados por la glasnost y la perestroika.
Dejaban detrás un país repleto de tecnología obsoleta, de deudas, de desamparo, con conceptos anquilosados, con instalaciones industriales desarmadas, guardadas en polvorientas cajas en ignotos almacenes y cuyos “manuales de usuario” estaban escritos, por supuesto, en ruso.
El intercambio con los rusos también dejó numerosos descendientes, de mezclada estirpe. Muchos de los cubanos que estudiaron carreras universitarias en Rusia trajeron al regreso no sólo sus diplomas de ingenieros y licenciados, sino rollizas y albas mujeres rusas. De esas uniones surgieron raros mulatos de ojos verdes y pasa de color pajizo, capaces de hablar fluidamente en ruso o peculiares retoños de franca apariencia eslava, que sorprendían al hablar español con el más puro acento habanero.
Y ahora, como los mosqueteros, los rusos están de regreso 20 años después. Pero ahora son hombres de negocios, que vienen por el petróleo cubano, el níquel cubano, el turismo y todo lo que la isla pueda ofrecerles. Ya no irán a mi playa, ahora se irán a los cayos prohibidos y exclusivos, donde sólo entra un cubano si es empleado para servir a los turistas. Vienen en son de bussiness y los nostálgicos les llaman amigos, los extrañábamos daraguii druzia, les dicen.
Pero ellos ya no vienen de la Unión Soviética, vienen de un país diferente. Ahora sí son llamados rusos con justicia y no hay ofensa posible. Vienen de Rusia, que quiere volver a ser potencia mundial y que quiere confrontarse, hacerse notar.
Y vienen en mal momento, cuando la oportunidad de un acercamiento entre Cuba y Estados Unidos es mayor que nunca. Y para Cuba (y los cubanos, en última instancia), es más importante (siempre lo ha sido) el vecino de al lado, los Estados Unidos de Norteamérica, que la remota y extraña Rusia.
Me temo que el gobierno de los Castro, en su afán de mantener su enemigo preferido vigente y a la mano, va a apostar por cualquier variante, menos por la reconciliación y el diálogo con Estados Unidos, esta vez bajo la presidencia de Obama.
Parece que esta vez será (de nuevo) la variante de los rusos: antes amigos, después traidores, ahora padres pródigos de regreso, buscando zonas de influencia… de nuevo.
Y así lo ve Garrincha